La ventana, por Paola Soto (Venezuela, 1991) ~

Clare Elsaesser ~
Clare Elsaesser ~

Desde aquel día nunca más me asomé por la ventana.

No sé si me apretaba el vestido, pero ese día, recuerdo, no podía respirar y agradecí por todas las ventanas de la casa que siempre han sido más oxígeno que luz. Mi favorita es la que queda en el descanso de la escalera, es muy anormal, es íngrima y desubicada porque nadie se detiene allí. Es mi ventana favorita porque está fuera de lugar y es mi lugar.

Era mi lugar.

Me asomé como quien sabe a dónde va y respiré profundamente. Hay una calma que anestesia al cuerpo si aprendes a respirar. Una fuerza que invade los pulmones, los ensancha. Sientes que ahí caen los malos momentos de tu vida y al exhalar los ves salir por los poros, por la boca, la nariz. Porque todo aprende a respirar si le enseñas.

Desde esa ventana se ve el edificio de en frente. Es cuadrado, un poco más alto que el mío, y se dividen en bloques de colores. Amarillo, rojo, verde y azul.  La parte que se ve desde ahí es la de atrás, todos tienen balcones, y si sus habitantes se asomaran a la vez pareciera que el edificio estuviera hecho de personas. Se ve todo, las plantas de la señora del segundo piso que cada vez se alargan más y el chico de abajo que las corta sin que ella se dé cuenta. Uno de mis vecinos dice que siempre tiene prendido el horno pero que ya no cocina pizza desde que murió su esposo en Italia. Ya ni siquiera habla, porque italiano es el único idioma que sabe y todo le recuerda a él.

Ese día la señora del segundo piso estaba lavando su ropa, ahí estaba la hilera al sol en el balcón: falda negra, camisa negra, pijama negra. Me pregunto si el alma también se pone así cuando alguien muere.

Me asomé a respirar y el chico de abajo cortaba las matas de la señora, siempre se reía cuando tenía las tijeras en la mano. Pero no era malo, era una sonrisa de alegría. Como si pudiera ayudar a la señora en algo y eso le hiciera sentirse recompensado, feliz. Todo indicaba que sería otro día normal.

Mi respiración había recuperado el pulso recomendable, misión cumplida. Pero cuando me iba a dar la vuelta para alejarme de la ventana, llegó un auto. Su auto. Se estacionó frente a mí si estuviéramos a la misma distancia, ahí, bajo el balcón del chico con la tijera y la señora del segundo piso. Donde siempre.

Apagó el ruido escandaloso que hacen los autos con los años, recogió los libros que tenía en el asiento de al lado y abrió la puerta para bajarse. Primero le vi los zapatos bajitos, de flores, de verano. Después se asomó su cabello oscuro, largo, que parecían hilos de papel, y con impulso, por fin, salió completa y su vestido hizo que todo se levantara un segundo por respeto. Cerró la puerta del carro y caminó a su apartamento, el quinto piso.

No pude irme ahora que sabía que ella estaba, desde mi ventana la he visto por más de cinco años correr las cortinas de su sala y poner música a todo volumen. Es lo primero que hace. Sé que suena durísimo porque el señor que vive en el cuarto piso se exalta en su silla cuando empieza la música, como si alguien lo despertara de algo. En su balcón tiene una bicicleta que usa poco, unas flores que compra todos los domingos, y un buzón donde nunca llegan cartas pero guarda el ejemplar del libro que esté leyendo por las tardes, ahí, en su libertad. La he mirado por tanto tiempo con admiración, duerme sin llave en sus cerraduras, tiene muchos amigos, sexo con muchas personas, cocina bailando y canta todas las mañanas antes de salir. Desde mi ventana la veo, panorámicamente, cada día.

Todo empezó con un juego: Si yo fuera libre del qué dirá la sociedad y pudiera ser alguien de ese edifico, quien sería. Y los observé a todos. Me tomó dos día decidirme por ella porque se había ido de viaje, pero cuando volvió con tres amigas y la vi deshacerse de todo el cansancio que dan las montañas, sonriendo con las piedras que trajo y que brillan en su mesa de noche, me provocó a mí quitarme las botas, darme una ducha, soñar con el cielo cuando se estrella sin romperse. Empecé a observarla más seguido, supe que estudia medicina, que tiene un tatuaje en la pierna derecha y le quedó una cicatriz en el pie de la vez que rompió un vaso, sin querer, en la cocina. La vi sangrar caminando hacia el teléfono, la vi esperar.

Pasaron los meses y empecé a vestirme como ella, quería que me creciera rápido el cabello para trenzarlo también como hace ella cuando tiene calor, descargué la música que asusta al vecino del piso cuatro, la miraba salir, volver, sin dejar nota en la mesa, sin llamar a nadie antes de subir al auto, la veía sonreír sola en el balcón mientras fumaba, una vez incluso la vi con poca ropa cruzar toda la casa. La veía, y a mí, que nunca me han dejado salir, llamar a nadie, tener amores, me pesó que así fuera la libertad.

Mi vida se fundió con la suya, fumé a través de ella por primera vez, tuve un orgasmo en sus ojos cuando los cerraba y se le marcaban todos los caminos del rostro, cómo arqueaba la espalda. Empecé a sentir angustia cuando se iba y regresaba tarde, la vi volver tantas veces. La esperaba. ¿A dónde iba sin decirme?, ¿a dónde íbamos? Comencé a entender términos médicos, a leer Madame Bovary que reposaba en su buzón, pedí una bicicleta de cumpleaños. Era feliz, porque desde esa ventana no sólo estaba ella sino todo lo que ella representaba. Todo lo que yo quería tener, sus piernas altas y delgadas, su cintura 60, sus pechos pequeños, su pelo marino, su piel de mapa, sus ganas de vida, su ir y venir, sus mundos recorridos, sus idiomas perfectos, sus zapatos desgastados, sus tacones, sus fiestas, su amor.

¿Su amor?

Mi amor.

Se llamaba Diego. Lo sé porque lo gritó en el balcón cuando casi deja el teléfono en su casa. Él se devolvió y alguna excusa tuvo que alargó la despedida un poco más. A ella le gustaba, pero no se miraban tanto como para no tener que usar palabras. Desde que lo conoció me puse más contenta, estábamos felices. Inventaba que ella hablaba conmigo por teléfono en las noches y me contaba de él, y yo le contaba de él, porque era nuestro amor. Nuestro Diego.

Sé que venía de verlo porque usaba los audífonos al volver y bailaba imaginándolo allí, escuchando su canción favorita. Bailábamos y el señor del piso cuatro podía dormir en paz. Me empecé a sonrojar cuando lo veía llegar para estudiar, cuando iba con sus amigos, cuando lo veía. Diego, ¿gustaría de ella también? ¿Gustaría de mí?

Esa mañana que no podía respirar y la vi llegar, fue la última vez que quise asomarme por la ventana.  Estaba tan bella, estábamos tan bellas. Estaba feliz porque ella volvió, hace dos noches que no volvía. Fue entonces cuando la vi llorando como nunca. ¿Qué nos habrá pasado?

La seguí con la mirada y la perdí hasta que entró a casa. La vi atravesar sus metros cuadrados, la vi ponerse los audífonos y lo supe, algo había pasado con Diego. Mejor dicho, nada había pasado con Diego y ese era el problema. Se asomó a fumar en silencio y me empezó a doler el pecho, me daba cáncer. Era un día precioso, la señora del segundo piso nos sorprendió a todos con una falda roja en el tendedero. El chico de abajo cocinaba pizza y la señora no se daba cuenta que era eso lo que le movía la ropa de colores, el corazón. Pero la chica lloraba, y al final de la caja de los cigarrillos, se acostó en la cama principal. Apagó la música, la luz. Algo de mí.

Si me hubiera movido de la ventana ese hubiera sido el final de la historia, pero tuve que quedarme un rato más porque nada de mi cuerpo se movía. Debí dormir como ella y apagarlo todo, pero me quedé sin ver el reloj, sin darme cuenta del sol. Debí irme, pero me quedé el tiempo suficiente para verlo llegar.

No recordaba a Diego tan alto, nunca lo vi tan valiente como ese día, con hambre de comerse el miedo, de mandarlo todo a la mierda sin hacer tanto ruido. No entendía qué pasaba. Diego se paró frente al carro de ella y empezó a escribirle en el vidrio algo que no entendí hasta que terminó. Te amo, decía. Escrito en blanco.

Y se fue.

Qué desesperación sentí, la quería despertar, teníamos que despertar. ¿Cómo hacía? Yo, en mi celda, tan inútil. Ahí estaba el amor y ella dormida, soñando con quien sabe qué. Teniendo pesadillas, quizás, sin saber que Diego había venido a buscarla, a buscarnos, a querernos como siempre quisimos, quise.

En mi angustia caminaba de un lado a otro en la ventana. Me veía atravesar un cuadro de la escalera, el pequeño descanso, un metro por un metro de incertidumbre. Yo pensé que nada podía ser peor que esa espera y entonces escuché el escándalo.  ¿Quién grita?

La señora del segundo piso entendió el engaño de la pizza del chico de abajo. Abrió la puerta del cuarto para llamar a su esposo y se acordó que él no estaba, que la mente le jugó un pasado feliz que había muerto con él. Gritaba del dolor desde la sala, botaba todo por el balcón, los pantalones de hombre, los zapatos, sus carteras, sus correas, su tendedero y ahí, casi en cámara lenta, lo vi. Entre toda su tormenta botaba por el balcón todos los tobos de agua que había usado para lavar y regar sus plantas. Toda la cantidad de agua necesaria, sí, para lavar el carro de la chica que dormía. Mi carro. Nuestro carro. Toda la cantidad de agua necesaria para borrar el amor de Diego.

La pintura blanca parecía un llanto en el vidrio del carro. Primero se desfiguró la M y la T. Con los otros tres chorros de agua se deshicieron las vocales. Fue tanto el dolor de la muerte, que la chica se despertó y se asomó a su balcón. La vi desde la ventana y quise contarle todo lo que estaba pasando, lo que nos había pasado.

La chica tomó su abrigo y no soportó el dolor ajeno. Escuché el portazo. La seguí con la mirada, como siempre, la vi bajar y subirse al carro sin percatar lo reluciente que había quedado su vidrio recién lavado. Ningún rastro del amor. Ningún rastro de esperanza.

Desde aquel día nunca más me asomé por la ventana.

Ella, a diferencia de mí, que no supo nada, puede bailar de nuevo.
Ella, a diferencia de mí,  que no tuvo idea de nada, se curó.  

 

***

Paola Soto (Venezuela, 1991). Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Santa María. Trabajó como librera y encargada de relaciones públicas de la librería +Libros. Su trabajo narrativo ha sido publicado en Digo.palabra.txt. Administra el blog http://porprimera.blogspot.com donde narra distintas experiencias de su acontecer diario. Es autora del blog personal http://pawdelimon.blogspot.com/

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