Macetas aéreas, por Andrea Santana (Venezuela, 2000)

Andrea Santana (Caracas, 2000). Estudiante y docente. Actualmente, estudia Letras en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y trabaja como docente de Castellano en el Colegio San Agustín El Marqués. Fue una de las dos ganadoras del Tercer Desafío Literario (2019) llevado a cabo por el Blog de María Martín Recio con el cuento “La mujer y la pintura”; recibió la Quinta Mención Honorífica en la V Edición del Premio de cuento Santiago Anzola Omaña (2022) por el texto “Cinco minutos”, ahora publicado en la recopilación de cuentos del mismo, llamada De grillos, sueños, hogares y combates. Y su cuento “Lluvia, lluvia” fue uno de los cinco seleccionados en la convocatoria de Brevelectric en el año 2021.

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¿Sabías que, a mediados del siglo XX estuvo de moda colocar jaulas adosadas a las ventanas para que los bebés pudieran jugar a la luz del sol? Es decir, mientras los esposos trabajaban y las mujeres encopetadas se encargaban de limpiar y hacer la cena, cientos de bebés, de tan solo algunos meses de edad, se balanceaban dentro de jaulas metálicas a varios metros del suelo.

Solo imaginar un escenario así produciría vértigo o susto en los tiempos modernos. Pero ¿qué podemos decir? Aunque no podamos comparar una cosa con la otra, es preciso decir que los muebles de altura han supuesto una gran transformación de los espacios. No soy arquitecto como para certificarlo de profesión, pero es una verdad lógica e irrefutable.

Cuando era niño, dormía en mi cuarto con tres de mis hermanos. Era una habitación bastante pequeña, tal vez de cuatro o cinco metros cuadrados aproximadamente, por lo que era necesario que todos nos arremolináramos para entrar en la cama matrimonial desgastada que la hermana de mi madre le había regalado después de haber renovado su habitación. Pasamos varios años replicando esa dinámica, durmiendo tan apretados que, si alguno se giraba, todos sentían el movimiento y nos despertábamos. Al menos así fue hasta que a mi papá se le ocurrió la idea de conseguir una litera; es decir, una cama aérea.

Compró una usada. De segunda mano. La madera estaba excelente, salvo por algunas imperfecciones difíciles de percibir. Por ser el menor, se me concedió el privilegio de dormir arriba. La primera noche me oriné, porque me daba miedo girar y caerme de la cama. Pero no sucedió y, pensándolo objetivamente, no podría haber sucedido, porque estaba tan acostumbrado a dormir boca arriba y tieso como un vampiro, que, aunque lo hubiese intentado, no habría logrado girar.

Fuera de la primera experiencia, dormir a metro y medio del suelo fue maravilloso. Estaba fresco, tenía espacio, podía esconder mis cosas personales arriba de la cama y, cuando me aburría, jugaba a que mis dedos eran personitas caminando por el techo frío.

Alguna que otra vez me regañaron por dejar las marcas de mis manos sucias en el techo blanco de la habitación.

A partir de ese primer encuentro con la altura, me di cuenta de lo maravillosamente prácticos e idóneos que eran los muebles de ese tipo. Mientras estudiaba en la universidad, pasaba las noches en una residencia estudiantil llena de literas, por lo que dormir allí era como sentirse en casa.

En ese lugar conocí a Tamara, la mujer más bonita que he visto en mi vida y también la más amable que he conocido. En esa época usaba muy largo su cabello castaño claro porque era medio hippie y una de las cosas que me llamó la atención fue el hecho de que colgaba decenas de atrapa-sueños en todos los sitios a los que iba. Los hacía ella misma, todos ellos tejidos con sus propias manos. Se la pasaba en eso.

Cuando nos casamos, ubicamos un apartamento pequeño para pasar los días juntos. Yo insistí en comprar sillas de estas que se atornillan con una cadena al techo, pero eran demasiado costosas, así que simplificamos con hamacas usadas o que ella tejía delicada y afanosamente todas las noches, una hora antes de acostarse a dormir.

A Tamara le encantaban las plantas y teníamos la casa forrada de macetas. Ella siempre decía que sus matas eran como sus bebés y cuidaba de ellas como si fueran nuestros hijos reales. Acariciaba sus hojas, las rociaba diariamente con un atomizador y hasta les hablaba cuando se llevaba las macetas más pequeñas al balcón para que les diera la luz de la mañana y nunca después de las doce del mediodía para que no se acaloraran demasiado o se secaran.

Nunca fui muy fanático de las plantas, pero verla cada día mover las macetas a la ventana me dio la idea que acabamos por implementar, la idea que tomé de las jaulas para los bebés ¿Alguna vez has visto las macetas aéreas? Te recomiendo que las busques por internet, hay muchísimos modelos, unas más bonitas que otras, pero muy elegantes en general. En fin, son macetas para plantas que se pueden colgar en las paredes y pueden adaptarse para permanecer guindadas en el balcón, decorando la parte externa de la casa ¡Como en los jardines colgantes de Babilonia!

Tamara empezó a tejer forros para sus macetas pequeñas, con patrones diversos, de líneas, puntos, cuadros o en zig-zag y, cuando estuvieron listos, nuestro bonito balcón en el piso seis se convirtió en el más bonito y colorido de toda la cuadra.

Lástima que no duró mucho porque, a pesar del cuidado con el que Tamara había tejido los forros, la lana fue pudriéndose con el desgaste del sol, la lluvia y el tiempo, hasta que ocurrió.

Era sábado y Tamara salió temprano a la oficina, me pidió que sacara las macetas del balcón porque, esa misma tarde, al regresar, tejería otros diferentes para reemplazar los deteriorados. Me levanté antes de que saliera y me dirigí lentamente a hacer la tarea, mientras escuchaba la puerta del apartamento cerrándose.

Supongo que, en alguna casa, en algún momento, la jaula de bebé se desprendería de la ventana, llevando al hijo rechoncho a una muerte bastante dramática y probablemente desagradable. El chillido de un bebé cayendo hacia el vacío es exactamente igual al que produce una maceta de cerámica cuando se rompe en pedazos al golpear la cabeza de cabello claro de su madre.

Me asomé con las manos aferradas a la barandilla del balcón. Las personas empezaban a aglomerarse abajo, rodeando el cuerpo inerte de Tamara tendido en el suelo. Su cabello claro, ahora corto, estaba manchándose de sangre. A su lado igual de quieto y destrozado, reposaba su hijo asesino.

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