Carlos Arturo González Díaz (Colombia, 1958). Nacido en Villavicencio. Auditor HSEQ. En la actualidad, miembro del taller de escritores Entreletras. Es autodidacta, escritor por pasión. Sus escritos tienen un sentido humano y vivencias de gente común. Escribe sobre la existencia, la soledad y la muerte. Es un libre pensador. A través de sus relatos quiere retratar personas, sus miedos y sentimientos, sus pensamientos y sus emociones. Ha participado en talleres de crónica con el Ministerio de Cultura.
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Pequeña Chispa
El día en que nació su hijo, Jorge era el padre más orgulloso del mundo, pero un disparo malévolo cegó su vida a los veinticuatro años de edad. Fue un estudiante brillante. Se destacó en todas las materias con las mejores notas de su clase. Estaba encaminado a estudiar robótica cuando el amor se atravesó y le encauzó hacia la Ingeniería de Sistemas. Entre sus compañeros gozaba de buena reputación de ser un avanzado, es decir, una persona inteligente. Su carrera comenzó a ascender. Su vida sentimental también era disputada. Atraídas por la previsible manifestación del talento del joven, las mujeres competían a quién de ellas conquistaba su cerebro y también su corazón. La escogida fue Natalia. Ella sucumbió ante su inteligencia y abandonó su proyecto de vida. No le importó que viviera a la sombra al lado de él. Olvidó sus sueños, solo estaba presta a estar al lado de Jorge para ayudarle a cumplir sus sueños. Así era feliz.
Poco a poco, esta adulación intencionada fue transformando la personalidad de Jorge, convirtiéndolo en un hombre egocéntrico, narcisista, con ínfulas de ser un dios. El ego asumió el control de su vida. En todas las áreas era requerido para diseñar, programar y realizar el mantenimiento de los sistemas informáticos. Por esa destreza innata que lo acompañó durante su corta vida, se ganó el sobrenombre de «Chispas». No se le negaba a nada ni a nadie; para él, los computadores y la internet eran como un juguete para los niños.
Debido al trato de celebridad que le daban, y al ser considerado como superdotado (que se escuchaba en los pasillos de la institución), un profundo pensamiento empezó a penetrar en su mente. Esa inteligencia que se jactaba tener no podía ser desaprovechada, debía ser heredada; la idea de tener un hijo portentoso le fascinaba a su morboso ego, convirtiéndolo en un hombre con actitud retadora.
—Mi hijo debe ser más inteligente que yo— alardeaba con sus amigos—. La inteligencia del bebé debía llegar en la lista de los dones heredados— decía hasta el cansancio a su esposa.
Desde que Natalia le informó que estaba encinta, apodó a su retoño como «Pequeña Chispa». Empezó a averiguar por la internet el nombre de medicamentos que estimularan su pequeño cerebro. Vitaminas y anfetaminas, remedios con nombres extranjeros difícil de pronunciar eran suministrados al bebé (a través de su madre) sin ninguna prescripción médica, ya que los consideraba inofensivos. Natalia, dócil hasta el servilismo, se limitaba a poner su cuerpo como si fuera un conejillo de indias. Así fue hasta cuando nació «Pequeña Chispa». No atendió las voces de advertencia de los amigos, que le sugirieron que esa práctica podría ser peligrosa para la criatura y la madre.
Nada empañaba la alegría de Jorge de ser padre por primera vez.
—Ahí tienes a tu hijo— le indicaron a Jorge las enfermeras. Al fondo, en un rincón, tres hombres vestidos con batas blancas luchaban con un revoltijo de trapos que parecían menear. El semblante de sus caras no auguraba nada bueno.
—¿Puedo?— preguntó Jorge, arrebatándole la criatura a uno de los médicos.
Alzó a la criatura con las dos manos, con delicadeza; deslizó un brazo, bajo su cabeza y su cuello, arrimándolo a su cuerpo. Con la mano derecha descubrió un poco su cara y su cuerpo; ahí lo vio por primera vez. Esperaba sentir algo, como una señal que le indicara que estaba unido a él por lazos invisibles; sintió una gran conexión. Lo escudriñó de arriba abajo, un tsunami de emociones lo invadieron y lo confundieron. A pesar de que le dijeron que era su hijo, dudó que fuera de él. Uno a uno, los médicos le hablaban a Jorge, pero él no estaba ahí. Las palabras retumbaban en su cabeza, haciendo eco, como en una gruta gigantesca. Lo único que retuvo en su cerebro inteligente fue unas palabras dichas con delicadeza: “El niño está bien, pero tiene unos rasgos que nos hacen sospechar que nació con Síndrome de Down…”
Desde su casa hizo un riguroso ajuste de cuentas consigo mismo. Sin embargo, una conversación pendiente se interrumpió porque su cabeza otrora, llena de inteligencia, se llenó de juicios sombríos. La culpabilidad, rabia y frustración empezaron a bullir en su interior. Solo se escuchó un disparo y luego silencio. Pero Jorge ya había muerto, su alma había abandonado su cuerpo, cuando tuvo a «Pequeña Chispa» en sus brazos.